Álvaro Peña, 19 años, cruza cada mañana el patio de la Universidad Complutense de Madrid sabiendo que en su aula solo habrá una silla ocupada: la suya. Es el único matriculado en Etnomusicología Digital, un grado piloto que mezcla grabación de campo, análisis algorítmico y antropología urbana. No hay murmullos de compañeros ni debates improvisados antes del timbre; solo el acordeón de un vendedor ambulante filtrándose por la ventana.
Para él, ese silencio no es vacío, sino un laboratorio donde cada sonido de la ciudad se vuelve materia prima. Los profesores alternan entre tutorías casi personalizadas y sesiones compartidas con Musicología y Comunicación Audiovisual. Mientras sus amigos abarrotan las aulas de otras facultades, Álvaro asegura que su futuro profesional no suena a eco, sino a mezcla.
¿Qué salidas laborales tiene este grado piloto?
A primera hora, la clase parece más estudio que seminario: una mesa con grabadoras portátiles, micrófonos binaurales y un portátil con espectrogramas en tiempo real. Álvaro aprende a identificar frecuencias del tráfico en la M‑30, a limpiar el siseo de una cafetería en Malasaña y a convertir esas huellas acústicas en piezas útiles para documentales y videojuegos. “Madrid es un campus interminable”, dice, mientras enumera las rutas de captura: estaciones de metro, parques al amanecer, plazas cuando la ciudad baja el volumen.
Estar solo no significa estar aislado. Ha montado un club informal de “rondas sonoras” con estudiantes de Bellas Artes y Periodismo; salen a grabar juntos y después comparan material en la biblioteca. El profesorado, lejos de la rigidez del programa, le diseña ejercicios a medida: una semana, paisajes sonoros de mercados; la siguiente, restauración de cintas antiguas donadas por un archivo de barrio. “Echo de menos el ruido de clase, pero me sobra el ruido de Madrid”, ríe. En lugar de pasillos llenos, tiene foros internacionales, grupos de Telegram y videollamadas con técnicos de estudio que comentan sus mezclas.
La pregunta de las “salidas” aparece pronto, inevitable. Álvaro la contesta con una lista que sorprende: diseño de sonido para cine y podcast, consultoría acústica para urbanismo, curaduría de colecciones sonoras, creación de experiencias inmersivas en museos, incluso desarrollo de herramientas de IA para clasificar audios. “No somos una rareza”, defiende. “Compartimos base con Musicología, Comunicación y parte de Ingeniería de Sonido; lo nuestro es cruzarlas con calle y código”. Madrid, con su ecosistema de productoras, festivales y laboratorios creativos, es un terreno fértil: “El reto no es encontrar qué hacer, sino elegir qué no hacer”.
¿Qué oportunidades se está encontrando por el camino?
El plan a corto plazo es ambicioso: construir un atlas sonoro de Madrid que recoja microhistorias auditivas de cada barrio (desde el pregón de un mercado en Carabanchel hasta las campanas desincronizadas de Lavapiés) y combinarlo con un modelo que recomiende rutas para caminar “escuchando”. Ya ha conseguido una beca interna y la cesión de un pequeño estudio en la facultad. Sueña con que, el próximo curso del grado, el aula no esté tan vacía: “Si alguien duda por miedo a quedarse solo, que sepa que aquí nunca falta compañía: la pone la ciudad”.
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