El tiempo ha dado un respiro y, en Madrid, parece que la última ola de calor ya es pasado. Aun así, hubo un verano que no llegó, y no es metáfora. En julio de 1816, los termómetros en la capital apenas superaron los 12 grados. Lo vivido entonces fue raro, raro, para una ciudad acostumbrada a los calores de la meseta. El motivo no estaba en el cielo de Madrid, sino a miles de kilómetros, en la otra punta del planeta. Todo arrancó un año antes, con la erupción del volcán Tambora en Indonesia, cuyas secuelas viajaron por el mundo.
¿Qué pasó en Madrid en julio de 1816?
Madrid echó de menos sus altas temperaturas y se encontró con días grises, lluvias persistentes y un ambiente más propio de finales de otoño que de pleno estío. En pleno mes de julio, la ciudad registró valores en torno a 12 grados, un registro que, dicho pronto, habría hecho sacar la chaqueta a más de uno. A modo de resumen rápido, estos fueron los datos clave de aquel episodio en la capital.
Dato | Detalle |
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Lugar | Madrid |
Periodo | Julio de 1816 |
Temperatura | Apenas por encima de 12 grados |
Causa | Erupción del volcán Tambora (1815), en Indonesia |
Efectos locales | Días grises, lluvias persistentes y ambiente otoñal en pleno verano |
Impacto económico | Escasez de trigo y encarecimiento del vino |
El campo lo notó enseguida: el trigo escaseó y el vino se puso de etiqueta, es decir, más caro de lo habitual. Por tanto, la población sufrió no solo por el frío impropio, sino también por el bolsillo, que siempre es el primero en enterarse.
¿Por qué un volcán en Indonesia enfrió el verano madrileño?
Lo que parecía un capricho del clima tuvo una causa muy concreta: la explosión del Tambora, una de las más potentes registradas, lanzó a la atmósfera millones de toneladas de cenizas y partículas que bloquearon parcialmente la luz del sol. Se trató de un fenómeno planetario, es decir, un evento que afecta al conjunto del planeta, aunque en Madrid casi nadie llegó a enterarse en ese momento.
Esa nube viajó y se expandió por el globo, alterando los patrones climáticos (los esquemas habituales del tiempo) durante meses. En consecuencia, en Europa, América del Norte y Asia se encadenaron cosechas arruinadas y hambrunas, con un verano que, sencillamente, no apareció.
La capital, acostumbrada al calor intenso de la meseta, vivió semanas de cielos apagados y lluvias. No era solo sensación: en pleno julio, los 12 grados hacían pensar más en mantas que en abanicos. El impacto se dejó notar en lo más básico. El campo se resintió, el trigo escaseó y el vino se encareció; de ahí que la población sufriera una combinación incómoda de fresco, humedad y precios al alza. De hecho, las crónicas de la época relatan ese ambiente otoñal clavado en pleno verano.
¿Qué podemos aprender hoy del “año sin verano”?
Aquel “año sin verano” quedó como una anomalía histórica que recuerda la interconexión global: lo que estalla en un punto remoto puede cambiar la vida cotidiana a miles de kilómetros. Más de dos siglos después, la lección sigue resonando en plena crisis climática: el planeta está conectado y lo que ocurre lejos también nos afecta.